Quedan cinco o seis días para la graduación, y realmente lo que siento es extraño. Es el punto final de una fase, la cual ha durado dos años de bachiller.
Da miedo pensar que el otro día hicimos el último examen en esa sala de exámenes, que hemos tenido la última clase y que no volveremos a sentarnos en esas sillas y mesas pintarrajeadas. No volveremos a sentir nervios ningún quince de septiembre, ni siquiera a ver caras conocidas este primer día. La graduación significa el adiós, y aunque soy consciente de que va a ser una noche de las más felices de mi vida, no quiero despedirme.
La vista del futuro es como subirse a la Torre Eiffel, a la noria de Londres, maravillosa, pero da muchísimo vértigo. Y aunque se me cae la baba mirando a los estudiantes que llegan cada viernes con sus maletas, aún no me imagino llevándolas yo. Estamos a cinco peldaños del mirador, y hemos de ser valientes para vivir nuestra próxima etapa con el menor miedo posible, y sin olvidar cada pasito que dimos hasta llegar ahí, y a quien nos empujó cuando quisimos dejar de subir