Puedes conocer al milímetro una habitación, pero bastará que te venden los ojos para no tener ni idea de por dónde pisas. Temes dar un paso y chocarte con la pared. Tus músculos se tensan y tus movimientos se vuelven torpes.
Así me siento ahora.
Sé cómo es mi vida, yo misma la decoré. Sin embargo, siento que estamos llegando al final, y que cada día que pasa ya no es uno más, sino uno menos. Siempre buscamos atesorar el tiempo, y la frase más repetida estos días ha sido "estoy deseando que pasen estas dos semanas".
Está finalizando una etapa. No somos conscientes de lo que estas palabras significan: vas a dejar atrás tu vida tal y como la conoces. Seguirás estudiando (espero), pero nada será igual. Es lo que tienen los finales, obligan a que algo nuevo empiece.
Esta tarde he visto por la calle la riada de estudiantes que vuelven de sus respectivos nuevos hogares para pasar el fin de semana. Les miro y me quedo embobada. No puedo creer que falte tan poco para dejar mi casa, la parafernalia de mi existencia; para seleccionar aquello que quiero conservar siempre conmigo y meterlo en una maleta, en la que guardaré mi vida a partir de ahora, lista para echar a correr hacia donde el viento la lleve. Y sin el menor miedo a hacerlo, pues lo más importante ya lo llevo conmigo.
Llevo seis años levantándome a la misma hora y acudiendo al mismo edificio. Sus paredes nos han visto crecer a cada uno de nosotros. Eso es lo que permanece. Una formación mucho más allá de la académica. Miles de momentos y vivencias. Recuerdos que siempre permanecerán contigo, recuerdos de cómo has llegado a ser quién eres.
Esta es mi motivación para afrontar el cambio que estamos empezando a vivir. Con los ojos vendados, sabes que sigue siendo tu misma habitación. Sabes que lo peor que podría pasar es que tropieces... y lo mejor, es que sabrás levantarte.